Apoyándose en el espacio vacío

Marina Colassanti


Durante más de 20 años compartió la cama con su esposa china. Y aunque Ching-Ping-Mei no le hubiese dado hijos, sabía cuánto ella los había deseado. Varias veces, a lo largo de aquel tiempo, le había dicho que estaba embarazada, y perdía la criatura en lamentables accidentes. Y él piadosamente fingía creerle por no herir su delicada sensibilidad oriental.
Gentilmente se amaban. Recato, oscuridad, juegos de abanicos. Así se procuraban desde siempre en la pesada penumbra del cuarto. Cuerpos nunca revelados, niebla de incienso, el amor envuelto en velos y cortinas, conservando el misterio de los primeros días.
Pero, enfermándose Ching-Ping-Mei, exigió el médico que se abriesen puertas y ventanas y se hiciese luz, haciendo posible el examen. Y aunque él se mantuviese del lado de afuera de la puerta, en discreta espera, no se le permitió escapar a la dura revelación traída junto con el diagnóstico.
La paciente pronto se curaría, le comunicó el médico, pero él consideraba que era su deber comunicarle que a la luz de la medicina y no obstante la gracia y la dulzura innegable, su esposa Ching-Ping-Mei era, en realidad, un hombre.
Aturdido, tambaleó sintiendo deshacerse el cerne del amor, estiró las manos hacia delante. Pero ¿en qué apoyarse si él mismo, a pesar de la barba y de los bigotes, y sin que su amada jamás desconfiase, era y había sido a lo largo de aquellos años todos, mujer?


(Título original: ¨Apoiando-se no espaço vazio¨, publicado en Contos de amor rasgados, Sao Paulo: Rocco, 1986, p. 93-94 – traducido por Carlos Bonfim)

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