Me llamo Edgardo. Vivo en el piso 16 de un edificio de cuarenta años. Yo tengo cuarenta y cinco, es decir, tenía cinco años cuando construyeron estas paredes y el techo que hoy me abrigan. En el piso hay tres departamentos. El mío es el más pequeño. Vivo solo. No me he casado ni tengo hijos porque me aterran las ataduras. Trabajo en un centro nocturno al que acuden personas de clase media alta. Gerencio y sirvo los tragos cuando los mesoneros están muy cargados. Desde hace unos ocho años empezaron a venir mujeres solas. A tomarse un trago y a mirar. A veces alguna se liga con alguien. Otra vez alguno se desprende de alguien. Una noche una mujer me sedujo. Me dejé porque me gustan las mujeres y ésta había venido unas cuatro veces y solo se había dedicado a mirar y tomarse un vodkas sin intenciones extrañas. Se llama Soledad. Está casada. Tiene un buen auto, tres hijos pequeños y un marido solvente. Es arquitecta. Trabaja en un proyecto de rediseño de una empresa transnacional. Le pagan muy bien. Esa noche quiso beber vodka conmigo fuera del centro nocturno. Nos fuimos a mi departamento y ella me besó al entrar matando mi aliento. Me destrozó la camisa y tuvimos sexo para siempre. Se descubrió ella en un grito de paz. Le serví un vodka. Reclinada en un sofá me escrutaba hasta el cansancio que se veía en mis piernas desnudas. Me dijo de pronto: “lo haces muy bien”. Atolondrado, le pregunté: “¿Qué hago bien?”. El amor, me respondió. Hoy que ya sé todo de su vida y que soy su verdadero “marido” para los fines del sexo con amor y las charlas más hondas y bellas que me ha regalado sobre las cosas más nimias, comprendo que el amor está perdido en las manos. Soledad vive dos vidas –su esposo vive tres o cuatro- y sus hijos viven la sola vida de sus padres solos. Ella quiere vivir la vida con sus hijos pero la traición primera de su apellido “de” la devastó. La traición segunda, la anuló. La traición tercera, no le importó. No estaba viviendo y sus hijos comenzaron a vivir sin ella. Sin el alma de ella. “Edgardo, te quiero”. Dijo un día. No pude sostener un plato. Nunca me había dicho eso. No lo esperaba. Pero veo en sus ojos que me quiere. Han pasado por mi vida unas trece mujeres. Y siempre hubo una razón para olvidarlas. Soledad no vivía conmigo y estaba siempre. Llegaba cuando quería porque no impuse ninguna regla ni la ‘soportaba’ cuando caía a mi departamento 1603. Ella era un mural de tiempo que me enseñaba el amor desde su inmensidad de mujer y no de hembra. Un día la vi de lejos con su marido y sus hijos. Flotaban. Ella era la única que no flotaba. Caminaba firme. Confía que sus hijos sentirán su firmeza y será suficiente. Hoy, apenas se ha ido Soledad, el aire me confirma que no hay motivos para decirle adiós. Pero soy un hombre y quiero tener otra mujer. Así he vivido veinticinco años. No es cuestión de fidelidad o inestabilidad emocional. Es que me gustan las mujeres. Soledad sabe que durante estos dos años ella ha sido la única mujer que ha tocado mi cuerpo. Que ha sudado mi cuerpo. Que ha trajinado mi cuerpo. Y yo sé lo mismo. Soledad vuelve en la noche y me pide solo una cosa: quiéreme.
(carol murillo ruiz - ecuador)
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